Creative Commons License
Excepto donde se indique otra cosa, todo el contenido de este lugar está bajo una licencia de Creative Commons.
Taquiones > victor > relatos > Maestro

Faltaban dos días para la fiesta del solsticio de invierno y toda nuestra pequeña ciudad andaba muy alborotada. En estas fechas sé que tenía que sentirme alegre, pero este año acababa de recibir toda la "responsabilidad" (en palabras de mi madre), que me correspondía según edad en el negocio familiar (con la correspondiente carga de trabajo, naturalmente), y no terminaba de sentirme a gusto con el nuevo "puesto".

Además, e ignoro la razón, habíamos recibido muchos más clientes de lo normal en la época, por lo que el trabajo recién estrenado se convertía en un suplicio. Apenas tenía tiempo para otra cosa que no fuese la taberna.

Por la mañana temprano, tras la limpieza de los cuartos de huéspedes, mi madre (y ahora por lo visto, también jefa), me advirtió que estábamos mal de provisiones. Dejaríamos el negocio en manos de mi padre, muy a su pesar, y yo y mi hermana la acompañaríamos al mercado.

Y en ese brete me encontraba. Conduciendo un carro bajo el plomizo cielo de casi invierno, esquivando el tráfico de mercancías y viajeros del centro de la ciudadela, y soportando un acoso constante de mi hermanita (¿ era yo tan curiosa a su edad?):

  • ¿ Qué es el solsticio, Bar ? -comenzó a llamarme así a los dos años, en sus primeros balbuceos, y creo que me quedaré con el nombre durante el resto de su vida.

  • ¿ El solsticio, dices ? Bueno, es la época del año en la cual cambiamos de estación. Culmina un ciclo de la vida y empieza otro. Por eso lo celebramos con una fiesta.

  • ¿ Una fiesta ? ¿ Yo también ? ¿ Y tú ? -preguntó tras una breve reflexón.

  • Sí, tú y yo también tendremos fiesta. Aunque es posible que a mi me toque la peor parte, por supuesto, es mi nueva responsabilidad -mi madre ignoró por completo el comentario, claro. -La taberna se llenará de gente y tendré que correr de un lado para otro sirviendo mesas ... -me interrumpí de inmediato cuando ví que a mi hermana, Anade, le bastaba la confirmación de la fiesta y no mis quejas. En esos momentos miraba embelesada un precioso carro de algún señor local. Era muy sensitiva y había advertido que algo ocurría en el ambiente. No era un gran consuelo, desde luego.

Tuve que seguir hasta el mercado de abastos yo sola, pues mi madre bajó de un salto para cerrar un trato con la pescadera. Una vez allí, detuve el carro en el lugar habitual y me dirigí, tirando de la niña, hasta el puesto de Martelza. Lleno a rebosar de público, como de costumbre, apenas me vió amplió su casi permanente sonrisa mientras mi corazón se aceleraba repentinamente. Si ahora me guiña un ojo caeré desmayada -pensé-. ¿ Como demonios lograré que alguna vez me preste algo de atención personalizada ?

Tardé demasiado tiempo en acercarme al mostrador donde él y sus dos hermanos, prácticamente equiparables en apostura, atendían. No es de extrañar, pues el puesto de Martelza estaba muy cerca de los tendidos de golosinas y mi hermana cada día estaba más fuerte.

  • ¡ Buenos días tengáis, Bariedla ! ¿ Qué os trae por aquí ? ¿ Precisaís más hilo ? ¿ Agujas, tal vez ? Ante todo, quiero enseñaros una nueva tela traída de los imperios del oeste. Un diseño atractivo y muy resistente -esa era una de sus encantadoras bienvenidas. Por mi parte, y sujetando a duras penas a la pequeña fiera, sólo supe decir en voz baja:

  • Hilo, por favor. En verde.

  • ¡ Por supuesto ! ¡ Hilo verde para la bella dama !

En ese momento fatídico ocurrió lo que yo temía:

  • ¿ Otra vez comprando hilo, Bariedla ? Tienes el suficiente para envolver la taberna dos veces. ¡ Ah, buenos días, Martleza ! Terminaréis ampliando el negocio gracias a mi hija -mi madre había llegado, era el fin.

Intenté protestar, por supuesto, pero la sangre había subido a mis mejillas -mamá tenía un tono de voz fuerte y había demasiadas personas pendientes de todo-. Pagué el hilo y me dejé arrastrar por ella. Apenas pude decir adiós.

Volvimos a la hora de comer, y mientras yo me encargaba de almacenar los víveres, mi madre trataba de restablecer el orden recuperando primeramente el gobierno de la taberna de manos de mi descuidado padre. No sé exactamente qué me ocurrió, aunque lo sospechaba, pero me vi inundada de una extraña alegría. Tenía fuerzas de sobra para emprender la tarea, pero no atención, como mi nueva jefa se encargó de hacerme notar posteriormente. Me dió igual. Me desbordaba el entusiasmo ante la idea de que Martleza viniese esa noche con sus hermanos a la taberna. Quizás ... sí, quizás sería mejor que viniese solo. Le atendería como es debido en mi nuevo cargo. Por cierto, que esto último seguía siendo un misterio completo para mí, pues los trabajos eran prácticamente los mismos, tan sólo aumentaban las reprimendas. En verdad que no le veía ventaja alguna.

Poco antes del anochecer la taberna estaba bastante llena de público. Anade, mi hermanita, se cansó de sus mascotas y se dedicó a investigar entre los clientes, para ver si encontraba algo nuevo con lo que distraer su curiosidad. Es verdaderamente difícil portar bandejas llenas mientras se intenta apartar a una cría de su objetivo, sin molestar a nadie ni derribar las viandas.

Ignoró despectivamente a un curioso y emperifollado cachorrillo perteneciente a una acaudalada pareja de comerciantes. No me extrañó, pues los únicos animales que he visto que soportase eran esas dos ratas de campo que cuidaba con tanto esmero. Anade había heredado el carácter de mi madre. Ninguna de las dos soportaba que algo copase por completo su existencia sin su permiso. La taberna, pensaba en ocasiones, debía ser una excepción.

Giulio apareció con más retraso del habitual. Supongo que algo le entretuvo, y esperaba, por su aspecto, que no fuese otro establecimiento. Mi madre no soportaba los dobles juegos. Si venía, venía, sino, pues no. Me lanzó una sonrisa y con un gesto supe que ya debía comenzar su suministro particular. Siempre bebía una mezcla de cerveza con agua espumosa. Muy extraño, pero él afirmaba que le mantenía en el nivel justo de embriaguez para poder trabajar sin perder la compostura ni los modales.

No pude evitar una carcajada cuando ví la habilidad que mostraba sorteando al encargado del correo, el cual vió en el narrador su última esperanza de contar a su modo los percances de su emocionante existencia. Nadie supo el motivo de mi risa, afortunadamente.

El ambiente se iba caldeando poco a poco. Presagios de tormenta forzaban a la gente a buscar refugio caliente, y el trabajo iba en aumento, pero como mantenía mi esperanza conseguí no abrumarme. Gracias a los cielos, una pareja de soldados de paso por la zona regalaron un bonito colgante a mi hermana. Colocado a contraluz creaba varios arcos de colores, lo justo para mantenerla ocupada hasta que se retirase a dormir.

Deposité una bandeja con jarras, platos y cuencos vacíos en la barra y me giré al oir la puerta, para averiguar quién entraba. Casi tiro todo cuando descubrí esa sonrisa tan cálida en el umbral. ¡ Ha venido ! -grité para mí. Un segundo más tarde detuve en seco a mi semblante, hasta helar la expresión. Le seguía una mujer. Un pinchazo en el pecho se convirtió en una puñalada cuando, instantes de aguda observación más tarde, me confirmaron su increíble belleza. ¡ Jamás podría con algo así ! ¡ Oh, cielos, cielos, ayudadme a desaparecer !

Una mano firme pero suave en mi hombro paró mi carrera hacia mi habitación. Mi madre, por una maldita vez, estuvo acertada conmigo. Generalmente es muy brusca, demasiadas responsabilidades como la mía, supongo, pero esta vez, advirtiendo mi pena, me guió con destreza para evitar una situación ridícula. No tuvo que decir nada, tan sólo me impulsó hacia ellos para atenderles -era mi obligación a fin de cuentas-. Se lo agradecí sinceramente.

Giulio, en tanto, tomaba ya posiciones muy satisfecho del numeroso público que tenía reunido. Le daba igual que fuese el mal tiempo y las vísperas de una fiesta muy señalada. En su modestia sólo pensó que era mérito suyo. No contó con la intervención del pequeño cachorro, a quien tal vez ofendió el desprecio de Anade; sin mediar provocación alguna, el perrillo, de un apreciable brinco, clavó sus dientes en la pernera del pantalón del narrador. Este lo recibió con un respingo, muy sorprendido de la osadía del pequeño bicho. Contempló fijamente el añadido de su pierna mientras deslizó una mano dentro de sus ropas, muy despacio; temí por el animal.

Afortunadamente los dueños vieron lo mismo que yo, y se apresuraron a desprenderlo de Giulio. Este volvió a sonreir, ignorando el incidente:

  • Habéis de saber, damas y caballeros, que lo que esta noche vais a escuchar es el relato de algo que ocurrió no hace mucho. Por si alguno tiene aún dudas -exclamó dirigiéndose ahora a la mesa del herrero y el relojero-, repito que esto o-cu-rrió, ¿ estamos ? Formidable, pues. Niña -me increpó- mantén llena la jarra, hoy tengo más frío que otros días.

No tardé en obedecer, mientras mi madre abría varias botellas más para el resto de la clientela, en previsión de las habituales pausas.

-La historía es, esta noche, como sigue:

"En una ciudad muy parecida a esta, no hace demasiado tiempo, se encontraba el maestro de leyes -el juez, como aquí los llamamos- degustando un sabroso y abundante plato de verduras en la taberna local. Era un hombre muy práctico y algo rudo, pues su principal ocupación consistía en mediar en conflictos entre poblaciones. Similar a esta villa, los mayores y casi únicos problemas existían entre los comerciantes distantes y no entre los próximos.

Estaba, pues, este juez -al que llamaremos Rizo- dando buena cuenta de los manjares que allí servían, cuando alguien por él conocido se sentó a su mesa muy alborotado:

  • Saludos, juez -tomó aire y afirmó la postura-. ¡ Esto es inadmisible !.

  • ¿ Inadmisible ? -contestó el juez con la boca casi llena y el gesto perplejo-. ¿ Qué es inadmisible ? ¿ Tiene que ser justamente ahora eso tan inadmisible ?

  • Lamento inportunaros, pero es también la hora de mi almuerzo y debo volver a la escuela.

  • Bien, bueno ... de acuerdo. Pero, ¿ qué situación es esa que no podeís soportar ?

  • Soportar, no, puedo con ella hasta ahora gracias a la poca cordura que me queda y mi fortaleza de espíritu. He dicho inadmisible. Y es inadmisible porque no puedo tolerarlo.

  • Sí, claro, bien, inadmisible, insoportable ... ¿ pero qué ? -se notaba ya cierta impaciencia en la voz del juez Rizo.

  • Inadmisible es el acoso que estoy sufriendo de unas semanas a esta parte -y se detuvo mirando fijamente al juez, dejándole tiempo para que reflexionase.

  • ¿ Acoso ? -un largo, lento y sostenido suspiro-. ¡Demonios, maestro! ¡ Decíd qué os pasa de una vez ! -exigió.

El maestro, al que aún no he presentado y que llamaremos Aurea, miró algo extrañado al juez. No entendía del todo la reacción de éste, pues creía estar exponiendo el tema convenientemente. Carraspeó un poco y comenzó a contar: "

Maretzla me miró algo extrañado, pero sin cambiar su expresión amable, al observar lo fría que era mi respuesta a su petición de refrigerio. Mayor tuvo que ser después su estupor cuando deposité las jarras con más fuerza de lo habitual. No soportaba que ella fuese tan guapa. ¡ Vale, bien ! No tenían tanta familiaridad como se esperaba de una pareja, pero estaban juntos, ¿ no ?

El narrador también se dió cuenta de mi comportamiento, por lo que tuvo el acierto -sobre todo por su bien- de no lanzarme alguno de sus improperios para señalar la interrupción.

"- Es muy sencillo, juez -contestó el maestro-. Desde hace unas semanas, un par de meses para ser exactos, estoy siendo víctima de una persecución absurda. Un extraño juego en cuyo origen no creo tener nada que ver. Dos personas intentan a toda costa conseguir su objetivo en mi persona. Algo que creo no está permitido por nuestras leyes, ¿ verdad ? Por eso precisamente digo que no es admisible, y por eso me dirigo a vos: buscando protección y amparo, ¿ queda claro ahora ? -terminó su exposición picoteando del plato del juez.

Éste empezó a erguirse en su asiento, un rápido vistazo al expolio a que sometían a su almuerzo, un rápido vistazo al ponente y:

  • Esto ya es algo serio ... -carraspeó-, por supuesto que sí -seguía sin tener mucha idea del problema, así que adoptó ese aspecto incómodo del falso saber. - Y, decidme, buen maestro, ¿ intentan acabar con vuestra vida aquí, en nuestra ciudad ? ¿ Quiénes son los malvados ?

El maestro, mascando, le miró tan extrañado como antes:

  • ¿ Matarme ? -brotó una carcajada breve y despectiva-. ¡ Por supuesto que no, señor juez ! Lo que pretenden es conquistarme.

  • Con ... conquistaros, decís -la boca del juez permaneció abierta, en parte para aumentar el suministro de oxígeno, en parte por la expectación.

Un sí largo y arrastrado fue la respuesta.

  • Pero, pero ... no llego a entender bien el problema.

  • ¿ Aún no, juez Rizo ? ¡ Pues está bien claro, por los cielos ! ¡ Llevo dos meses soportando el acoso y asalto de dos mujeres de esta villa. Ambas intentan conseguir mis favores y compiten entre ellas en un juego estúpido !

Tanto el juez como el tabernero, que no perdía detalle de la inusual conversación, permanecieron unos instantes mudos y absortos. Prosiguieron con una risa suave, un ronroneo que aumentó poco a poco hasta terminar en una amplia y sonora carcajada.

De repente, el juez cortó aquello clavando la mirada, esa famosa mirada de halcón que tantas veces le había servido para transmitir su ánimo a los demás, en los ojos del aturdido maestro:

  • ¡ Ah, Mequetrefe ! ¡ ¿ Para eso interrumpís mi comida ? ! Cualquiera en vuestro lugar estaría contento y orgulloso de sufrir semejante desventura en una villa tan pequeña -se detuvo para coger aire y continuar -. ¿ En serio ? Decidme que no va en serio algo así, ¡ decídmelo, por todos los infiernos ! "

Giulio procedió a encender su pipa muy ceremoniosamente y yo aproveché para conseguir más bebida. Pasé apenas sin mirar, y no sin esfuerzo -por cierto-, cerca de la mesa de Maretzla camino de la bodega, cuando una mano me detuvo suavemente:

  • Bar -me preguntó-, ¿ te ocurre algo ? ¿ Alguien te ha molestado ?

La garganta seca por la emoción apenas me dejó contestar. Nunca se me ocurre nada llegado el momento, ¡ demonios !

  • ¿ Molestado ? - dije, ¿ se enteraba de algo este hombre alguna vez ? ¿ No había notado cómo le miraba ?.

  • Sí, molestado. Esta mañana tenías mucho mejor aspecto que ahora. No sé si he hecho algo ... vamos, si he sido yo, quiero decir.

¿ Era tímido y me daba cuenta ahora ? ¿ Se presenta con otra mujer y todavía espera que esté contenta ? ¿ Pero qué digo ? Si sólo he hablado con él un puñado de veces.

  • No, Maretzla, no me has hecho nada -extrañamente recuperé el control de la situación. Quizás si él utilizase un tono más altanero, más orgulloso, y menos paternal ... - Es sólo que estoy algo cansada hoy. Estreno cargo de responsabilidad, ¿ sabes ?

  • ¡ Ah, bien ! Te felicito, pues. Ahora permíteme que te presente a mi buena amiga Lar. Ha venido a pasar las fiestas del solsticio -y señaló a su acompañante. Esta se levantó, espléndida, y me dio un rápido beso en los labios de bienvenida. Al principio me sentí algo violenta; quizás en su ciudad eso podía hacerse con cualquiera, aquí lo reservábamos a las amistades más íntimas. ¿ Qué se había creído ?

  • Es todo un placer conocerte, Lar -aún no podía sonreir. Una amiga, ¡ bah !.

  • Disculpadme ahora, pero tengo trabajo -me volví a tiempo de ver como mi madre apartaba su vista de mí. Pues sí que tengo suerte últimamente.

  • Naturalmente, Bar, ¿ te sentarás luego con nosotros ?

  • ¿ Eh ? Sí, bueno, claro ... luego.

"El maestro, acostumbrado al trato con determinados alumnos, soportó estoico las reacciones del juez. Cogió la última col del plato del juez y le espetó:

  • Señor juez -masticó lentamente-, estoy pidiendo su protección y no estoy recibiendo la respuesta adecuada a mi ver.

  • ¿ Qué no estás recibiendo la ... ? ¡ Estúpido ! Vienes a mí con esa pompa, exponiendo un problema absurdo de amores, ¿ y todavía quieres que te haga caso ?

  • Mi paciencia se agota, juez Rizo. Esas dos mujeres pretenden, ni más ni menos, que yo elija a una de las dos. ¿ Pueden hacerlo ?, esa es mi pregunta.

Esto desarmó al juez por completo. Se apoyó sobre la mesa apartando de sí el plato vacio, e intentó hacer entrar en razón al maestro.

  • Escuchad, maestro, así no vamos a ninguna parte. Os quejaís de que dos mujeres os pretenden, ¿ no ? Y me pedís amparo a mí, al juez de la ciudad, ¿ cierto ? -el maestro asintió las dos veces.- Pues tengo que comunicaros que, salvo que existan amenazas físicas, no puedo intervenir. La ley no dice nada sobre eso, ¿ entendéis ?

Aurea se descompuso un poco. ¿ Había oido bien ? ¿ La justicia no servía para él ?

  • ¿ Nada ? -preguntó-. ¿ Cómo que nada ? ¿ Acaso no están intentando forzarme a elegir ?

  • No lo sé, es lo que me decís, pero aún no veo cómo. ¿ Qué ha estado ocurriendo ? Contad.

  • Muy bien, tenemos tiempo para hablar de todo ello. Veréis, la historia comenzó así: